Dante salió de la habitación de huéspedes y cerró la puerta despacio.
No quería hacer ruido.
Ariadna por fin se había dormido.
Fue directo al minibar. Sirvió vodka en un vaso bajo. Sin limón, sin soda, sin nada. Solo un cubo de hielo. Lo vio derretirse un poco antes de llevárselo a la boca.
Se sentó en el sillón de la sala.
Se pasó la mano por el cabello y apoyó los codos en las rodillas.
—¿Qué diablos estoy haciendo? —murmuró.
No esperaba respuesta.
La habitación estaba en silencio.
Manhattan brillaba afuera, alta y enorme a través de los ventanales.
Ella estaba en su casa.
En su espacio.
En su vida.
La hija del hombre que arruinó a su tío.
La hija de un cobarde.
No era tan distinto al suyo.
Dante cerró los ojos un momento. Vio la imagen de su padre, borracho, riéndose en una sala llena de humo.
Vio a su madre.
Vio el funeral lleno de gente que el ni siqueira recordaba haber conocido.
Vio a Akira vestida de negro, llorarando incontrolable.
Su padre no había servido para nada.
Nunca.