Eres todo lo que me queda, esposa.
Sebastián
Me detengo frente a la puerta entreabierta. Mi respiración esforzada, como un jadeo doloroso que se niega a salir al silencio y mis oídos, ensordecidos, solo escuchan el frenético latido de mi corazón. Mi mirada se clava en la madera tallada, en el rayo de luz que se escapa por la rendija, creando pequeñas sombras danzantes sobre la superficie. Alzo la mano, con un terror frío que me paraliza al ser consciente de lo que estoy por hacer.
Empujo la puerta.
Las bisagras crujen al abrirse, desgarrando el silencio que se cierne sobre mí. Desde mi lugar, debajo del umbral, veo el sillón en que suele sentarse a leer. Está de espaldas a mí, bañado por los últimos rayos de sol que se filtran a través de la ventana, dándole a la escena un aspecto espectral. Un brazo cuelga sin vida del sillón, como un péndulo roto. Trago saliva para deshacer el nudo en mi garganta a la vez que doy un paso para entrar y dejo de respirar.
Tengo que verlo. Necesito ver