4. Sé valiente

Regina miró a su padre y supo pronto que había vuelto a mentir por ella. El rostro del Conde lucía sereno, pero en sus ojos estaba la angustia que sus labios no había pronunciado.

—No vas a entrevistarte con Frederick, ¿verdad? —preguntó, sintiendo un nudo en la garganta.

El Conde negó.

—No debí  pedirte que aceptaras llevar compañía, Lucio va a descubrirnos.

—No, no lo hará, hija, no te preocupes por mí, lo que tienes que hacer es retener al bebé todo el tiempo que puedas en tu interior, así no habrá manera de que alguien pueda sospechar. Iré a casa por el dinero, para pagarle al doctor —dijo.

—Papá.

—Te quiero, Regina, perdóname si no supe ser un buen padre. En verdad, lo siento, hija mía —pronunció Norwood, abrazando a la joven.

Regina se quedó sin palabras, hacía mucho tiempo que su padre no la abrazaba, tanto, que parecía haber olvidado su calor alrededor de su cuerpo; por primera vez desde que todo este infierno comenzó, volvió a sentirse protegida. Su padre siempre había sido su héroe y volvió a serlo.

—Cuídate, papá —le pidió.

El Conde le dio un beso en la frente.

—Sé valiente, mi pequeño botón de cereza —le murmuró.

Regina no pudo evitar las lágrimas, era así como su padre la llamaba desde niña. Un nudo se atravesó en su garganta y no pudo responderle, por lo que, se limitó a asentir, mientras el Conde salió para encontrarse con Lucio, era muy arriesgado permitir que él viniera y los escuchara hablando.

Mientras tanto, Regina se acercó al ventanal desde donde podía ver el carruaje, esperando por su padre, uno de los hombres de Lucio y al mismo Lucio, quien se despedía con afecto. 

Regina sintió un tirón en un bajo vientre, apretó los dientes para no gritar, mientras  buscó de dónde sostenerse. Su corazón se agitó ante el dolor que le atravesó, tenía tanto miedo de que se tratara del bebé; pero aún le faltaba, en sus cuentas reales estaba a una o dos semanas de dar a luz. 

El tiempo que pasó fue lento y torturador, Regina se las arregló para subir sin ayuda hasta su recámara, no quería encontrarse a solas con Lucio en la sala, no soportaría ver su mirada lasciva sobre ella. 

Serafina volvió al salón, al no encontrarla, corrió escaleras arriba. La mujer entró a la recámara y apenas la vio notablemente agitada y con dolor, corrió hacia Regina. 

—Mi Señora, ¿qué sucede? —preguntó en tono bajo. Los ojos llorosos de Regina la miraron y una corriente le atravesó el cuerpo —. ¿Se siente mal? 

—Tengo miedo… —murmuró Regina y contuvo con dificultad las lágrimas que amenazaban con escapar de sus ojos —. El bebé… Mi padre… No debí pedirle que lo acompañaran, creo que lo compliqué todo —se lamentó y una nueva punzada la hizo doblar. 

—Mi Señora, por favor, acuéstese, descanse y yo me encargo de distraer a su esposo, para que no la moleste —ofreció Serafina. 

—Gracias… —dijo con voz quebrada. Regina no pudo contener más el llanto, pues fue una mezcla de dolor, miedo y contención por parte de su doncella. 

Serafina ayudó a Regina a quitarse el incómodo vestido, la vistió con su bata de dormir ancha y liviana, para después ayudarla a meter a la cama. Regina no le quiso decir de las molestias que tenía en el vientre bajo, pues se las adjudicó a los nervios que tenía al pensar en ser descubierta por su esposo. 

Sin embargo, a medida que los minutos fueron pasando, el malestar fue a más. Regina se movió inquieta en su cama, no fue capaz de conciliar el sueño, pero estaba agradecida de que Lucio no viniera a ella esa noche. 

Regina mordió la sábana cuando una contracción nació al final de su columna y corrió hacia su vientre. Fue como un latigazo que le causó más incomodidad entre sus piernas. Cuando el dolor pasó, se las arregló para ponerse de pie, se tambaleó cuando sus pies desnudos tocaron el frío piso, carente de una alfombra. 

El sudor perló su frente por el esfuerzo, aun así, se las arregló para ir al baño, sentía ganas de orinar, era una sensación urgente, sin embargo, se distrajo cuando escuchó los gritos provenir de la entrada. Regina no pudo hacer oídos sordos y se acercó a la ventana, apartó la cortina y se fijó en los hombres que se reunieron con Lucio.

La garganta de Regina se secó y de repente se sintió mareada, por lo que, se alejó de la ventana y atendió sus necesidades.

Un gemido ronco y dolorido abandonó su garganta, cuando otra contracción le atravesó. Agradeció estar sentada sobre el retrete, de lo contrario, habría terminado de bruces en el piso. 

—¡Argg! —gimió, mordiéndose el labio hasta hacerse sangre.

Regina habría deseado poder quedarse sentada, pero los golpes a la puerta la hicieron levantarse, con dificultad salió del baño y se dirigió a paso lento hacia la puerta, no recordaba haberla cerrado.

—¡Mi Señora, abra la puerta! ¡Mi Señora! —gritó Serafina, desesperada al otro lado de la madera, golpeando con urgencia.

Regina apresuró el paso e ignoró su dolor, abrió la puerta y se encontró con el rostro lleno de lágrimas de Serafina.

—¿Qué tienes? ¿Qué te ha pasado? —preguntó angustiada. Imaginando que Lucio le había hecho algo malo.

Regina ya tenía demasiados cargos de conciencia, no soportaría tener uno más.

—¡Habla, Serafina! —gritó, cuando otra contracción le atravesó el cuerpo y sintió como un líquido caliente corría entre sus piernas, pero no prestó atención. Su mirada estaba fija sobre su doncella.

—Mi Señora…

Regina sintió que algo grande estaba caminando, empujando dentro de su cuerpo, apretó los labios y las piernas para evitarlo, recordando lo que su padre le había pedido. ¿Es qué no podía hacer solo una cosa bien? ¿Tan mala era que no podía obedecer una sola vez en su vida?

—Se trata de su padre, mi Señora. El carruaje fue asaltado. ¡El Conde Norwood está muerto! 

Un grito desgarrador se abrió paso por la garganta de Regina, no supo si era por la dura y cruel noticia o por el dolor que le atravesó el cuerpo con la fuerza y bravía de un rayo. 

—¡Noooo! No, no, no. No puede ser —contestó Regina rota y sus palabras se refirieron a todo lo que pasaba. 

Regina buscó atravesar la puerta, quería ir a donde su padre, tenía que estar allí para él, tenía que hacer algo. Esto no podía estar pasando, no podía perder a la única persona que la quería.

—Papá —sollozó.

Serafina la tomó del brazo y la hizo detener.

—No, Mi Señora, no puede bajar así —le dijo. La doncella se refería a la ropa, ni siquiera había prestado atención al charco de agua que había en el piso.

—Quiero ver a mi padre, Serafina, ¿lo han traído? —preguntó, la mujer asintió.

—Sí, a los dos. El hombre que lo acompañaba, también murió durante el ataque —susurró la mujer.

A Regina no le importaba nadie más que su padre, su pecho se abrió de dolor, mientras se liberaba de la mano de Serafina y con sorpresa caminó por los pasillos, sosteniéndose de las paredes, mientras el dolor se iba haciendo más y más intenso.

Lucio levantó la mirada cuando vio a Regina acercarse a la orilla de las escaleras, subió con prisa y la ayudó a bajar.

—Lo siento, muñequita, no pudimos hacer nada por él —dijo en voz alta para que todos los presentes escucharan sus palabras, mientras se acercaba a su esposa para hablarle de cerca.

Regina odiaba que la llamara de aquella manera, pero por esa ocasión, ni siquiera le importó, tampoco le dio importancia a la mano de Lucio que se colocó ligeramente por encima de su nalga.

—No estás vestida correctamente, muñequita —añadió, presionando su carne con fuerza y cierta rabia.

—Hay cosas más importantes, Lucio. ¡Mi padre está muerto! —le gruñó en respuesta.

—Y no hay nada que puedas hacer por él, preciosa. No hay vida que salvar.

Regina se apartó de él con violencia, pegando su cadera contra la esquina de una larga mesa. Ella se dobló de dolor, al tiempo que un nuevo alarido escapó de su  garganta y esta vez no pudo hacer nada más.

—El bebé va a nacer —gruñó con voz ronca, mientras dejaba escapar un grito tras otro.

Lucio apretó los puños, dio órdenes a sus hombres de llamar al médico para que se ocupara de Regina y del bebé, mientras él se encargaba del funeral del Conde.

—¿No estará presente en el nacimiento de su hijo? —preguntó uno de sus hombres al ver las intenciones de Lucio.

—Esperaré, no hay nada que pueda hacer, es ella quien tiene que hacer el trabajo, es lo mínimo que hará —espetó.

Regina no le prestó ninguna atención, sumergida en el dolor de su corazón y el de su cuerpo. Fue llevada a la habitación por dos de los empleados de la casa y atendida por Serafina. La pobre mujer corría de un lado a otro, buscando lo que iban a necesitar, mientras lágrimas se derramaban por sus mejillas. 

—Tengo que estar con mi papá —se lamentó Regina, mientras un dolor punzante presionaba contra su pelvis —. Esto no puede estar pasando, Serafina. 

—Mi Señora, ahora importa el bebé —le dijo la doncella, aunque entendía el sentir de Regina. Si las cosas no estuvieran pasando de esa forma, las dos estarían al frente del cañón, dándole la despedida que le correspondía al Conde. 

—¿Qué haré sin mi padre, Serafina? —sollozó Regina, al tiempo que una nueva contracción la atravesaba —. ¡¿Qué haré si nace niña?! —gritó ronco y con los dientes apretados por el dolor. 

—Señora, solo queda pedirle al cielo que su hijo sea un niño sano —respondió Serafina y se quedó callada en el momento en el que la puerta se abrió y entró una mujer con el agua hirviendo.     

Las dos mujeres terminaron de organizar todo, mientras Regina intentaba controlar el dolor que sentía, aunque no sabía si era el dolor físico o el del alma, el que la tenía sin aire. 

—El bebé no le dará tiempo al doctor de llegar —dijo Serafina al asomarse entre las piernas de Regina —. Ya está coronando —anunció y un escalofrío recorrió la espalda de Regina. 

—Así no tenía que ser —sollozó, al mismo tiempo que sintió la necesidad de pujar —. Tenía que retenerlo más tiempo y mi papá tenía que estar cuando naciera —murmuró. 

El dolor era tanto, que enderezó su espalda, quedando casi sentada sobre la cama, sus piernas estaban abiertas y recogidas, por lo que, se agarró de sus rodillas y gritó con fuerza. 

—¡Yaaaaaaa! —Serafina dio un salto, estaba muerta de terror, pues en el pasado solo había asistido los partos de dos yeguas de la casa del Conde, pero nunca el de una mujer. Temía hacer algo malo y generarle un problema mayor a Regina. 

—Dios Santísimo, ayúdame —pidió Serafina, se persignó y se agachó en la cama, para ayudarle a su señora a traer al mundo a su hijo. 

Los minutos parecieron eternos, la frente de Regina estaba perlada por el sudor y su bata de dormir estaba empapada, por lo que, se pegó a su cuerpo. Los gritos de dolor asustaron a más de un sirviente que se encontraba cerca. 

Regina pujó cada vez que su cuerpo se lo pidió y cada vez que lo hizo, sentía como algo se abría paso por su vagina, pero no alcanzaba a verlo, hasta que, dio un último pujido y cayó casi desmayada sobre la cama. 

—¡Es un niño, Señora! ¡Es un niño! ¡Alabado sea Jesús! —gritó Serafina, al tiempo que un llanto se apoderó de la recámara, aislando cualquier otro sonido de los oídos de Regina. 

«Es un niño», repitió Regina en su mente y no pudo evitar llorar en silencio. 

—Gracias, papá… —murmuró. 

Sus ojos se esforzaron por mantenerse abiertos, en especial cuando Serafina le acercó el pequeño bultito envuelto en una sábana blanca. Estaba agotada, pero quería ver a su hijo… 

—Dash…  

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