Berlín, Alemania
Emilia
Han pasado semanas desde que todo terminó. A veces aún me despierto sudando frío, creyendo escuchar el eco de las puertas de hierro cerrándose en algún sótano lejano. O el crujido de una bala rozándome la piel. Pero cuando abro los ojos, él siempre está ahí.
Viktor duerme a mi lado, una mano bajo mi nuca, la otra descansando sobre mi cintura, como si incluso dormido se negara a soltarme. A veces creo que se culpa por todo, por cada lágrima, cada cicatriz nueva. Pero yo no. Yo lo perdoné desde el instante en que entendí que el amor es tan caótico como lo que nos rodea.
Nos quedamos en la mansión por ahora. La casa es distinta: no hay susurros a mis espaldas, ni Gerda lanzándome miradas frías —ella se fue a vivir con su hermana, dice Viktor que necesitaba descansar de toda la locura—. Helena y Konstantin ya no están tampoco. Ellos merecen su propia versión de la tranquilidad. A veces, en las tardes, Helena me llama y hablamos horas sobre cosas simples: qué flores