Narrador omnisciente
La celda olía a humedad y a rabia contenida. Rosalía se movía como un perro enjaulado entre las sombras: un empujón aquí, una pelea por una migaja allá. Las otras presas la respetaban y la temían en la medida justa; ella tenía una rabia que funcionaba como victoria. No era la primera vez que mostraba los dientes, ni sería la última.
Un guardia la llamó con desgano:
—¡Feldman! Alístate, tienes visita.
Rosalía alzó la cabeza, como si aquello fuera un chiste y, por un instante, se permitió el lujo de sonreír por encima de la dureza. Nadie la visitaba. Nadie se preocupaba. Recogió el cabello en un moño apretado, se peinó con las manos como quien se prepara para un duelo, y salió a la sala de visitas.
La puerta chirrió y allí estaba él, un hombre que había cambiado su figura por el bisturí y por el miedo. Lorenzo entró con paso medido, más delgado, con la piel estirada y los rasgos lavados por las cirugías; aun así conservaba esa sonrisa torcida que había sabido ser