Sofia
Despertar no fue nada fácil. Sentía como si alguien me hubiera estrellado contra un muro de concreto y después me hubiera dejado caer en una piscina de cemento fresco.
Lo primero que noté fue el ardor en mi cabeza, un latido molesto en la sien derecha, y lo segundo… bueno, lo segundo me quitó el aliento. Frente a mí, inclinado con el rostro lleno de preocupación, estaba él. Fernando.
Su nariz recta, sus cejas fruncidas y esa mirada color miel que parecía perforarme el alma.
Abrí los ojos de golpe y me incorporé tan rápido que un mareo me azotó con fuerza.
—¿Dónde estoy? —pregunté con voz temblorosa, mirando a todos lados, notando las paredes blancas, la cruz en la pared y el fuerte olor a alcohol y eucalipto.
—¿Qué me sucedió?
—Niña, por fin abriste los ojos, estábamos todos preocupados por ti —dijo la madre superiora, acercándose con pasos calmos.
Llevaba su hábito gris impecable y su velo blanco cubriéndole hasta la frente. Sus ojos, sin embargo, no mostraban regaño, sino