La suite matrimonial estaba bañada en la luz suave de la tarde.
El clima era cálido, y los días tras el secuestro empezaban a disipar sus sombras.
Julie, ya más recuperada, vestía un pijama de seda blanca que Emily había conseguido en una boutique cercana.
La tela le envolvía como si intentara devolverle algo de la elegancia que el caos había intentado arrebatarle.
Sobre la mesa, dos tazas de café humeaban junto a una libreta con horarios de vuelos y marcas de aerolíneas.
—Londres nos está esperando —dijo Julie, estirándose en el sofá—.
Y necesito más que este hotel para respirar tranquila.
—Aparte del té y los cielos grises, también quiero a alguien que no me pregunte cada cinco minutos si quiero un masajito —bromeó Emily.
Ambas rieron.
Y fue en ese momento que la puerta se abrió con suavidad.
Sean cruzó el umbral con su camisa blanca arremangada, aún con rastros de un día movido.
Una sonrisa pícara asomaba en su boca.
—Pueden cerrar esas pestañas —dijo