El atardecer tiñó la suite con tonos rojizos y dorados. Julie permanecía junto a la ventana, la taza de café intacta sobre la mesa. El roce de las palabras de Catalina aún resonaba en su piel, como un perfume no deseado.
Encendió la laptop. Había prometido enviar un resumen preliminar de la campaña a Londres. Abrió su correo. Y entonces, lo vio.
**“¿Vivaaaaaaa?”** decía el asunto de Emily Shaw, su mejor amiga, la única capaz de transformar drama en sarcasmo a través de un teclado.
Julie sonrió, por primera vez en horas.
> *¿Estás casada de verdad? ¿Te secuestraron? ¿Es una broma de mal gusto?
> Llevo días viendo fotos que no entiendo, correos crípticos tuyos, y una historia sobre plantaciones y ascensos.
> Por favor, explícate como si tuvieras más de tres neuronas disponibles. Llámame. Urgente.*
Julie no lo dudó. Abrió la videollamada. Emily respondió en segundos.
—¡Pero bueno! —exclamó Emily al verla—. ¿Dónde están los violines? ¿Dónde está el hombre en esmoquin?
—Se fue a