Han pasado dos días desde la caída de Alejandro. En la mansión, el ambiente es denso, cargado de silencios incómodos. Luciana aún permanece allí, aunque procura no cruzarse con él; se encierra en su habitación, baja a destiempo, habla poco. Alejandro no la busca, pero su sola presencia flota como una amenaza latente.

Valentina intenta mantenerse al margen, pero su mente no descansa. No sabe cómo enfrentar lo del embarazo, si decírselo a su padre, a Alejandro… o seguir guardándolo en silencio hasta que ya no pueda ocultarse. El miedo a su reacción la consume, pero al mismo tiempo, algo cálido y extraño la recorre cuando piensa en el hijo que lleva dentro.

El timbre de su teléfono rompe la calma. Mira la pantalla: número desconocido. Contesta con cautela.

—¿Hola?

Una voz apagada, casi en susurro, le responde al otro lado:

—Valentina… soy yo. Luca.

Ella se queda rígida, con el corazón golpeando fuerte. Se levanta del sillón y camina hacia la ventana, como si necesitara aire.

—¿Luca? ¿D