A altas horas de la noche, todo estaba en silencio.
Había un hombre en el palacio oeste.
Henry, que no había pedido a nadie que le acompañara, entró lentamente y solo en el santuario interior, se acercó a la cama de Luna y levantó la mano para pasársela por el pelo largo, seco y castaño...
Soledad tenía el mismo color de pelo.
Respiró hondo y las ganas de llorar le asaltaron la garganta. Qué rápido había pasado el tiempo, los hermanos adolescentes que solían recoger conchas en la playa eran ahora de mediana edad, y todo era diferente.
Luna dormía profundamente, incluso en sueños, acurrucada contra aquella almohadita.
Henry intentó moverla, y ella le rodeó con los brazos con tanta fuerza que no pudo sacarlo.
Sonrió suavemente, las lágrimas llenaban sus ojos.
—Lo sé, todos piensan que debería darle el trono a Soledad, ¿verdad?
El brillo en los ojos de Henry volvió poco a poco, más sinceridad y tranquilidad, hablando consigo mismo junto a la cama de Luna:
—Realmente no pensé que Soledad s