En la zona austral había bastantes de estas sastrerías locales y bordadoras magníficamente artesanales, y Soledad fue a hacer una prueba y había sido muy elogida por la jefa.
Pero realmente lo hizo muy bien.
Como sólo tenía permiso de residencia temporal, cobraba menos que los demás.
A Soledad no le importaba; nunca había vivido tan alegremente. Antes, en Manchester, solía reírse de sí misma por ser una rata de alcantarilla, y entonces no se habría atrevido a pensar que algún día podría trabajar en un empleo digno bajo el sol y mantenerse con un trabajo.
Valoraba esta oportunidad y trabajaba más que los demás.
Pensaba que una vez que hubiera ahorrado lo suficiente, pagaría el alquiler con el que Lucía le ayudó y luego seguiría ahorrando para la universidad.
Después de familiarizarse con ella, a la dueña también le gustó esta chica guapa, capaz y trabajadora, y la buscaba de vez en cuando para charlar y tomar un café.
Esta tarde, Soledad estaba bordando el vestido de un cliente. La jefa