ZOE
El silencio de la noche parecía más denso cuando lo compartíamos. Afuera, el viento se colaba entre los árboles como si buscara entrar. Dentro, el calor de la chimenea no lograba templarme. Dante no hablaba. Yo tampoco. Pero nuestros cuerpos compartían una habitación demasiado estrecha para todo lo que callábamos.
La casa estaba perdida en algún punto de la Sierra, una construcción de piedra y madera que olía a humo seco y a whisky derramado. Apenas llegamos, me ofreció una manta, me preparó té, y luego se alejó. No me preguntó nada. No intentó tocarme. Me dejó respirar, pero nunca dejó de mirarme. Como si esperara que yo estallara o me quebrara. O ambas cosas.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —pregunté por fin, sentada en un sofá curtido por los años.
Dante se encogió de hombros. Tenía una copa en la mano. Whisky. Sin hielo. Lo bebía como si fuera agua.
—Lo suficiente para dejar de dormir —respondió, y su voz arrastraba el cansancio de siglos.
—¿Y por qué me trajiste aquí?
—Porque aú