Nuria
La luz dorada de la chimenea danzaba por el pequeño salón mientras el sonido de las risas llenaba el ambiente. Mi padre sirvió otra ronda de vino, mi madre cortaba trozos extra de tarta para Elías, y Gael aún insistía en provocarme.
"¿De verdad vas a hacerlo?" preguntó, apoyado en la mesa, con los brazos cruzados.
"Claro que sí", respondió mi padre antes de que yo pudiera decir nada. "¡Mi hija, primera violinista de la Orquesta Nacional!"
El orgullo en su voz hizo vibrar mi pecho. Ser elegida para la Orquesta Nacional era un sueño que ni me atrevía a imaginar, y ahora estaba ante mí. Pero había un precio.
"Si acepto, tendré que vivir entre los humanos."
El silencio cayó por un instante.
La Manada Lunar siempre había sido mi hogar. Una comunidad cerrada, aislada de los humanos, escondida entre las montañas. Mientras otras manadas intentaban mezclarse con el mundo moderno, la nuestra se mantenía fiel a las tradiciones antiguas. Saliendo de allí, me convertiría en una loba aventurera más.
"Te lo mereces", dijo mi madre, colocando la mano sobre la mía. "Y tu música merece ser escuchada."
"¿Pero nos vas a abandonar?" Elías refunfuñó, con sus grandes ojos fijos en mí.
"Claro que no", reí, revolviendo su cabello. "Siempre volveré."
Gael levantó su copa. "¡Entonces brindamos por Nuria! ¡Nuestra violinista prodigio!"
Todos alzaron sus copas, y el cristal tintineó en el aire. La felicidad era contagiosa. Mi corazón estaba ligero. Era el momento más perfecto de mi vida.
Pero parece que esto no estaba destinado para mí. Segundos después del brindis, la puerta de la entrada fue arrancada de sus bisagras.
La explosión de madera y el olor a sangre llegaron al mismo tiempo.
El tiempo se congeló.
Mi padre fue el primero en moverse, empujando a mi madre hacia atrás mientras su cuerpo comenzaba a transformarse. Pero no tuvo oportunidad.
Una garra afilada le atravesó el pecho, desgarrando su carne hasta el hueso.
La sangre brotó.
La mesa se volcó con el impacto, platos y copas se hicieron añicos en el suelo. El vino derramado se mezcló con la sangre caliente, formando un charco rojizo que se extendía por los azulejos.
Mi madre gritó, el sonido cortante y desesperado. Elías sollozaba, demasiado pequeño para entender que aquel era el fin.
Gael gruñó, los ojos ardiendo de furia cuando se lanzó contra uno de los invasores. Pero no fue lo suficientemente rápido.
Una garra brutal lo golpeó en el pecho, interrumpiendo su transformación. Su cuerpo fue arrojado contra la pared con una fuerza descomunal, y el crujido seco del cráneo al romperse contra la piedra resonó en la sala.
Mi madre intentó correr hacia él, pero fue agarrada por el cabello y arrojada al suelo.
"¡NURIA, CORRE!"
Pero yo no podía.
El mundo giraba, un borrón de sangre y caos.
Los invasores tomaron la casa, lobos inmensos de ojos dorados. Yo conocía esos ojos. Manada Invernal.
Vinieron por nosotras. Por más lobas para su alfa.
Intenté apartar a Elías, pero unas garras me sujetaron y me arrancaron del suelo.
"¡No!" Me debatí, intenté soltarme, pero el agarre era implacable.
Vi a Elías correr hacia mí, sus pequeños brazos extendidos.
"¡Nuria!"
Entonces fue arrastrado hacia atrás.
"¡ELÍAS!"
El tiempo se detuvo cuando vi las garras perforar su pequeña espalda. El chasquido seco de los huesos rompiéndose resonó como un trueno en mis oídos.
Su cuerpo se desplomó en el suelo, los brazos cayendo inertes junto a su frágil cuerpo. Sus ojos aún estaban abiertos, fijos en la nada, como si aún intentaran comprender lo que había sucedido.
El grito rasgó mi garganta antes de que me diera cuenta de que era mío. Un sonido visceral, primitivo, que explotó desde lo más profundo de mi alma mientras todo dentro de mí se destrozaba.
No vi morir a mi madre. Pero la escuché.
El sonido de las garras desgarrando carne, los últimos gritos, luego el silencio.
La fuerza en mi brazo aumentó, y me arrastraron fuera de la casa.
El pueblo estaba en llamas.
Los lobos de la Manada Invernal masacraban a nuestro pueblo.
Los hombres eran destrozados donde estaban, sus pieles rasgadas por garras despiadadas, sus voces silenciadas antes incluso de que pudieran luchar.
Los niños caían como hojas al viento, demasiado pequeños para huir, demasiado frágiles para resistir. Los que intentaban escapar eran arrastrados de vuelta, presos en un destino ya sellado.
Las mujeres gritaban al ser arrancadas de sus casas, sus súplicas mezclándose con el crujido de los huesos y el rugido de los lobos. El olor a carne quemada impregnaba el aire, el calor sofocante de las llamas mezclándose con la sangre fresca que escurría entre las piedras agrietadas.
Me debatí, pataleé, clavé las uñas en la piel áspera de mi captor, pero fue inútil.
Fui arrastrada como un animal, lanzada al centro de la plaza con un golpe. Otras mujeres ya estaban allí.
Fue entonces cuando él llegó.
Solon Zarkov.
El Alfa de la Manada Invernal. El hombre que lo destruyó todo.
Caminó entre los cuerpos con una mirada satisfecha, como si ya hubiera ganado mucho antes de empezar.
"Sepárenlas." Su voz fue baja, casual. "Quiero solo a aquellas mayores de 18 años que puedan engendrar a mis herederos. A las que no sirvan, mátenlas."
Los soldados obedecieron sin dudar. Las ejecuciones comenzaron sin piedad, los gritos rasgando el aire como cuchillas invisibles.
El olor a sangre fresca inundó mis fosas nasales, ferroso, caliente, sofocante.
Y entonces, los cortes comenzaron. Y supe que él estaba detrás de mi secreto.
Mi linaje, protegido bajo siete llaves por mis padres.
Mi sangre azul. Mi don y conexión directa con la Diosa.
Solon no llegó aquí por casualidad. Él lo sabía.
La hoja se deslizó sobre la palma de la primera mujer. Un gemido de dolor, un filete carmesí escurriendo entre sus dedos. Rojo.
La segunda. Rojo.
La tercera. Rojo.
Mi respiración se contuvo.
Llegó mi turno.
Intenté retroceder, pero unas manos ásperas me sujetaron con firmeza. No había escapatoria. La hoja fría presionó mi piel y cortó sin dudar.
La sangre escurrió.
Azul.
El silencio fue absoluto.
Por un momento, parecía que la propia masacre alrededor se había congelado.
Los ojos de Solon brillaron. Una sonrisa lenta y satisfecha se dibujó en su rostro.
"Finalmente."
"No..." Mi voz falló.
Sostuvo mi mano, observando la sangre como si fuera un trofeo.
"Mi futuro." Su voz salió baja, satisfecha. "Tu sangre me dará lo que quiero."
Intenté soltarme, intenté negar el destino que se cerraba a mi alrededor, pero su agarre fue como una argolla.
Solon me acercó, sus ojos dorados brillando con algo cruel.
"Tienes seis meses, aberración." Su voz era fría, llena de desdén. "Si en medio año no me das un heredero, ya no me serás útil."
Mi estómago se revolvió.
"Seis meses." Inclinó la cabeza, analizándome como si fuera un experimento.
Y entonces mordió mi hombro, sellando mi sentencia.
El dolor fue cortante. Su marca fue grabada en mí y mi loba aulló de desesperación.
No debía ser así. No debía estar sucediendo de esta manera.
"O me das un heredero, o serás sacrificada a la Diosa. Tu sangre no será desperdiciada."
Mis pulmones ardieron.
La Piedra Negra.
El altar de sacrificio.
Mis ojos buscaron desesperadamente una salida, pero los guardias ya se acercaban. Solon dio la espalda, aburrido.
"Llévenla", ordenó. "Laven esa inmundicia. Quiero a esa loba limpia antes de que sea arrojada a mi cama."
La orden fue dada sin emoción, sin vacilación. Como si yo ya le perteneciera.
"¡ERES UN MALDITO!"
Me debatí, pataleé, grité, pero a nadie le importó.
Fui jaleada como si no fuera nada.
La ciudad ardía detrás de mí.
Y aquella noche, fui llevada al infierno.