La tensión en la prisión era palpable. Ricardo caminaba de un lado a otro en su celda, sus pensamientos consumidos por la rabia. Aurora lo quería borrar de su vida, como si él nunca hubiera existido, como si todo lo que habían compartido no significara nada para ella. Y peor aún, estaba con Alexander, el hombre que había reemplazado su control, su influencia. El que había logrado hacerla sentir segura, protegida. Amada.
Esa palabra le revolvía el estómago.
La noticia de la anulación era como un golpe directo a su orgullo, a su dominio sobre ella. Había construido un imperio de miedo alrededor de Aurora, y en cuestión de meses, Alexander había desmantelado todo lo que él consideraba suyo.
Pero Ricardo no pensaba permitirlo.
Se sentó en el borde de su catre, sus dedos tamborileando sobre la madera gastada, mientras Emilio lo observaba desde su litera.
—Estás perdiendo el control, jefe —dijo Emilio con una sonrisa burlona.
Ricardo lo miró con ojos fríos, peligrosos. —Todavía tengo mis co