El jardín estaba sumido en penumbras, apenas iluminado por la luna y el resplandor mortecino de las luces de la mansión. El aire húmedo olía a tierra fría y a flores recién cortadas.
Allí, en medio del tortuoso silencio, la bofetada estalló como un fuetazo contra mi mejilla derecha, haciéndome tambalear hacia atrás.
El ardor me quemó la piel. Cubrí instintivamente la mitad de mi rostro con la mano, y el mundo se me nubló al instante; mis ojos se llenaron de lágrimas que resbalaron sin permiso.
—¿¡Cómo fuiste capaz!? —rugió mi madre, con una ira que parecía arrancarle