DANTE
Vi a un hombre con uniforme venir en mi dirección, sus ojos recorrían el lugar ya casi vacío. Me miró, luego revisó su reloj y volvió a mirarme. Iba a decir algo, lo leí en su expresión.
Se detuvo frente a mí y me puse de pie como un acto reflejo. Él me miró con la paciencia de quien está acostumbrado a lidiar con indecisos. Señaló la puerta del tren con la cabeza.
—¿Es tu tren? —preguntó con un gesto relajado.
Solo asentí.
—¿Vas a abordar?
Repetí el mismo movimiento de cabeza. Al guardia pareció no molestarle, como si ya hubiese vivido esta misma escena.
—¿Esperas a alguien? —indagó, pero me miraba como si ya supiera la respuesta.
Miré hacia la entrada antes de responder:
—Sí, a mi chica —dije con firmeza. Sintiendo la necesidad no solo de convencerlo a él de que ella vendría, sino que también a mí mismo.
El hombre me miró con algo más humillante que la lástima, era un: "¡Ey, date cuenta!"
—Chico, sé que no me incumbe, pero trabajo aquí desde hace mucho tiempo y no sabes cuánta