El amanecer se filtró a través de las cortinas de gasa como una promesa tímida, pintando las paredes de los aposentos de Isabella con tonos dorados que contrastaban dramáticamente con la palidez de su rostro. Había dormido fitfully, despertándose cada pocas horas con el eco del dolor que había atravesado su hombro durante el ataque en el Jardín de Cristal. La herida no había sido profunda, pero el veneno en la daga había dejado su marca: una debilidad que se extendía por sus extremidades como hielo líquido.

Sebastián no se había movido de la silla junto a su cama en toda la noche. Su cabello, normalmente perfectamente peinado, caía en mechones rebeldes sobre su frente, y sus ojos verdes mostraban el agotamiento de quien había pasado horas vigilando cada respiración de la persona que amaba. Cuando Isabella intentó incorporarse, él e