Úrsula solloza en silencio. Una lágrima tras otra se desliza por su mejilla como si cada una tuviera un propósito preciso. Cristóbal conduce con las manos rígidas sobre el volante, luchando por no mirarla, aunque cada respiración entrecortada de ella lo taladra por dentro. Siente la necesidad de consolarla, pero también una sospecha indefinida le quema la nuca.
Cuando finalmente llegan, Cristóbal se detiene frente a una casa modesta, pequeña, agrietada por los años. No es ni una sombra de lo que había imaginado para la prometida de su jefe. Él había supuesto lujo, opulencia, columnas blancas. Pero lo que tiene ante los ojos es un hogar deslucido, con una puerta que cruje solo con verla y un pequeño jardín cubierto de hojas secas.
—Gra… gracias —murmura con los ojos húmedos, como si las palabras le dolieran. Se quita el cinturón con lentitud, evitando mirarlo a los ojos. —Nos… nos vemos mañana.
Cristóbal asiente, incómodo. Pero no arranca. Se queda allí, observando cómo ella camina