La humedad del bosque lo envuelve todo como una segunda piel, pegajosa e implacable. El silencio es casi antinatural, denso, cargado de una tensión que se respira. Solo el crujido de las hojas secas bajo las botas tácticas rompe la calma. El escuadrón avanza en formación, con movimientos precisos, calculados, entrenados para no dejar margen de error. Nadie habla. Solo se oyen los sonidos mínimos del avance: ramas que se quiebran bajo el peso del equipo, el susurro del viento filtrándose entre los árboles, y el leve chasquido metálico de las armas al ajustarse a los cuerpos en alerta.
Carlota alza el puño en alto. –¡Alto! –susurra con voz firme por el intercomunicador. – Mantengan la línea. Silencio absoluto.
Las sombras de los árboles se estiran como garras, y la noche comienza a cerrarse con fuerza. Llevan dos kilómetros de marcha silenciosa. Sin rastros. Sin contacto. Sin señales. La tensión se vuelve una criatura viva que respira en sus nucas.
–Zona despejada hasta ahora –informa e