Sin pensarlo, Cristóbal acelera el auto con una determinación que ni él mismo entiende. La ciudad pasa a su alrededor como una corriente borrosa de luces y sombras. No siente el frío que se cuela por la ventanilla, ni el golpeteo sordo de la lluvia contra el parabrisas. Solo escucha el ruido en su pecho: un tambor constante, una mezcla de miedo, deseo y culpa.
El camino hasta la casa de Sophie le parece interminable. Cada semáforo es un obstáculo que lo obliga a enfrentarse a sus propios pensamientos: lo que dijo en televisión, lo que arriesgó, lo que perdió… y lo que, tal vez, aún podría recuperar.
Cuando llega, frena de golpe. Su corazón late con violencia. Sube los escalones de dos en dos y toca el timbre. Una, dos, tres veces. Nadie responde. Golpea con los nudillos, como si con eso pudiera borrar la distancia de los años, el orgullo, el silencio.
La puerta se abre de pronto y Sophie aparece descalza, con el cabello revuelto cayéndole sobre los hombros, y una taza de café en la