Carlos se inclina hacia adelante, las esposas tintineando con un sonido metálico que parece un eco de cadenas invisibles. Sus ojos, de un gris cortante, arden con cinismo. –¿No? –su tono es una mezcla de burla y sentencia. – Entonces, decime, Amara… nómbrame una sola persona que hayas amado en toda tu vida. Una.
Ella abre la boca, pero no salen palabras.
Carlos esboza una sonrisa, pero no hay rastro de ternura en ella; es una mueca torcida, afilada, impregnada de un veneno lento que se desliza con cada palabra.
–No puedes, ¿verdad? –su voz es baja, casi un susurro, pero cada sílaba suena como un golpe seco. – No puedes demostrar lo contrario… porque no hay nadie. Y sabés muy bien por qué.
Se inclina apenas hacia adelante, como si quisiera acercar el filo de su verdad a la piel del otro.
–Porque cualquiera que se acerque a ti… –hace una pausa, dejando que el silencio se estire y pese– se quema, se consume, sufre hasta que no le queda nada. Y tarde o temprano… lo destruyes. Aunque