El reloj marca las 18:47 cuando la puerta se abre con un golpe seco. El abogado Esteban Rivas, uno de los penalistas corporativos más respetados del país, cruza el umbral con el rostro tenso y los labios apretados en una línea que delata contención. Viste un traje gris oscuro, impecable, sin una sola arruga, aunque trae encima el polvo de la tormenta legal que se desata afuera. En sus manos lleva una carpeta gruesa, sellada con bandas rojas que advierten: “Confidencial”.
–Amara. Lamento no haber llegado antes –dice al entrar, con voz grave, mientras cierra la puerta tras de sí. – Me detuvo una rueda de prensa improvisada en la entrada. El escándalo está alcanzando proporciones mediáticas que ni siquiera yo anticipé. La situación es… crítica.
Amara se pone de pie de inmediato. Su rostro está pálido, los ojos parecen dos esquirlas de hielo empañado. Algo dentro de ella ya conoce la respuesta, pero necesita oírla en voz alta. –Dígame la verdad, Esteban. Nada de tecnicismos. ¿Qué tan