De repente, una enfermera empuja la puerta con un golpecito tímido y asoma medio cuerpo, mientras sostiene un sobre blanco, grueso, sin remitente. Sus ojos recorren la habitación con una mezcla de prisa y respeto. –Disculpen que interrumpa –dice, quedándose en el umbral.– Dejaron esto en recepción para la señora Laveau. Me pidieron que lo entregara en mano.
Liam se endereza en el sillón, como si un resorte lo arrojara a la vertical. Amara, que hace un minuto parecía una estatua hecha de respiraciones cautelosas, lleva instintivamente la mano al vientre antes de responder. Pero no llega a hacerlo: Carlota ya está de pie, ya está en medio de la habitación, ya le ha arrebatado el sobre a la enfermera con la rapidez de quien sabe que la desgracia no golpea dos veces, solo empuja. –Yo lo tomo –dice, sin parpadear.
–Señora, yo… –balbucea la enfermera, sorprendida por la firmeza con que le retiran el objeto.
–Gracias. Puedes esperar afuera –agrega Carlota, cortante, apuntando la salida co