Emily entró a la oficina con los ojos medio abiertos y el café medio lleno. Había dormido poco, y lo poco que durmió, lo hizo soñando con manteles de lino, vestidos de encaje y suegras con tacones que pesaban más que su dignidad.
—Buenos días, Thompson —la saludó Paul, uno de los chicos de Finanzas, mientras pasaba con su portafolio lleno de documentos que probablemente costaban más que su carro.
—No hay días buenos cuando estás planeando la boda del siglo para alguien que ni siquiera sabe si quiere casarse —respondió Emily sin pensarlo.
Paul la miró, sonrió nervioso y desapareció por el pasillo.
“Bien hecho”, se dijo a sí misma. “Un café y una confesión innecesaria antes de las nueve. Estás imparable”.
Helena ya estaba en la oficina. Emily la vio de reojo mientras cruzaba la recepción con su paso de modelo de pasarela y una carpeta rosa pastel entre las manos.
—Emily —llamó con voz melosa—, ¿puedes venir un segundo?
“Una eternidad sería más apropiado”, pensó ella mientras se acercaba