—¿Están seguros de que cinco niños no son demasiados? —preguntó Valeria, cruzada de brazos frente al pastel con forma de castillo de princesas que claramente no era apto para la dieta de nadie.
—No eran cinco cuando los hicimos —replicó Emily, con la camisa manchada de puré de zanahoria y un moño que parecía rendirse ante la gravedad.
—¿Ustedes “hicieron” algo más después de los primeros tres? —Albert apareció desde la cocina con una de las gemelas cargada como un koala en su brazo derecho y una cucharita de compota en la mano izquierda—. Juraría que después de los trillizos nos prometimos dormir para siempre.
—Spoiler alert: no cumplieron. —Valeria rodó los ojos y se agachó para abrazar a Alexander, quien le ofrecía orgulloso una croqueta medio masticada como si fuera un tesoro.
La fiesta era íntima, caótica y absurdamente adorable.
Los trillizos —Leo, Alexander y Ariadne— cumplían dos años, y las gemelas —Mila y Nora— seis meses. Una edad lo suficientemente mágica como para que los