Sergio detuvo sus intentos de alejarlo y lo miró fijamente, buscando alguna pista de que todo fuera una broma. Rubén solo lo llamaba de esa manera cuando algo realmente importante estaba en juego. Su apodo se remontaba a cuando era apenas un bebé; no podía pronunciar “Sergio” y empezó a decirle “Yeyo” a media lengua. A los adultos les pareció tan adorable que todos adoptaron ese sobrenombre, y ahora, incluso en el mundo mafioso lo conocían así.
Sergio notó que las pupilas de su amigo estaban dilatadas, pero hablaba con una seriedad absoluta. Estaba considerando esa opción de verdad.
—¿Qué me estás ocultando? Esas ideas no llegaron solas.
—Mi florecita le dijo a Margy que estaba feliz de que su mamá se hubiera ido de vacaciones porque así no podía decirle cosas feas. La escuché cuando jugaba con el piano. Rosanna nunca la deja tocarlo, le dice que es ruidosa y lo hace mal. Claro que lo hace mal, es tan pequeñita, solo quiere aprender.
Rubén suspiró como si estuviera a punto de soltarse