El verde de sus ojos superaba con creces la belleza de las piedras semipreciosas encargadas de adornar la pequeña mesa. El espejo no mentía, y se lo habían recalcado desde que tenía uso de razón, pero para ella se trataba del justo reparto de la naturaleza. Algunos nacían con cualidades físicas sobresalientes, con hermosas caras y cuerpos perfectos, o por lo menos lo que la humanidad consideraba lo más cercano a la perfección. Otros lo hacían con mentes increíblemente susceptibles al desarrollo intelectual, lo que algunos llamaban inteligencia insuperable, y otros más con un poder y unas aptitudes excepcionales para relacionarse con quienes los rodeaban. Aunque en un mar de halagos la habían descrito como poseedora de las tres, en realidad nunca se lo había creído, y había preferido llevar sus veintidós años de vida de manera sencilla, siempre tratando de mantener un bajo perfil.
Creía en el poder de los elementos, de lo natural, e invertía la mayor parte de su tiempo libre en el estudio de las energías y las fuerzas de la naturaleza. Sus cuatro años en la Universidad de Victoria le habían dejado un título en enfermería. Sin embargo, desde el primer día de clases supo que su aprendizaje en aquel sitio sería solamente un pequeño complemento de lo que más tarde vendría. Tenía mucho camino por delante, posiblemente muchos lugares por recorrer, pero el sitio en donde ahora se encontraba le parecía el más adecuado para el camino que apenas comenzaba. Dejó de mirarse al espejo, se puso de pie y al mirar el reloj en forma de búho que reposaba en su mesa de noche, recordó su obligación: debía encender la luz del faro. Sería una locura no hacerlo. Empezó a imaginar, mientras reía para sí misma, en el desorden que podría causar en el tráfico marítimo si algún día se llegara a olvidar de esa responsabilidad.
No tardó más de tres minutos en recorrer la corta distancia entre la acogedora vivienda y la parte superior del faro. Superar los viejos y empinados escalones de metal se había convertido en su rutina de ejercicios físicos, los cuales acostumbraba a hacer cada día. Había escuchado hablar de otros faros fácilmente controlables desde su base, pero en cierta manera agradecía el no estar trabajando en uno de esos. En realidad, le encantaba, aparte del esfuerzo físico que significaba llegar arriba, poder apreciar el paisaje mientras apoyaba su cuerpo contra la baranda, empinaba los pies y estiraba los brazos hacía arriba para imaginarse volando por encima de los acantilados, las playas y el sinnúmero de pequeñas embarcaciones encargadas de adornar el inigualable paisaje. Le gustaba la manera como la brisa jugaba con su falda, como la parte baja de esta pegaba contra sus tobillos o le hacía pequeños cosquilleos en los empeines de sus pies descalzos, y de cómo su oscuro cabello se desordenaba y no paraba de jugar con sus hombros, sus mejillas, con su frente y con sus labios.
El sol empezaba a zambullirse rápidamente en la inmensidad del océano como si tuviese ganas de retirarse para dar paso a lo que se convertiría en una noche mágica, como tantas de las que ya estaba acostumbrada a ver en esa época del año, y que muy poco se dejaban apreciar con la llegada de los meses de otoño. Le llamó la atención observar movimiento en la casa vecina, la cual hasta hace pocos días había estado desocupada, y se lamentó de no haber traído con ella el par de binóculos que generalmente acostumbraba a utilizar cuando se encontraba ahí arriba. Sin embargo, alcanzó a observar al otro lado del enorme ventanal como un hombre, quien posiblemente sería su nuevo morador, caminaba aceleradamente, dando vueltas alrededor de un escritorio como si se tratase del familiar de un paciente esperando recibir noticias del éxito o fracaso de una delicada cirugía. “Tiene todo el camino del acantilado para caminar y pensar, y a este solo se le ocurrió darle vueltas a su escritorio”, fue lo primero en venir a su mente antes de volver a enfocar su mirada en el impresionante paisaje que se extendía a sus pies. Y volvió a reírse en su interior y de sí misma al darse cuenta de lo mucho que estaba apreciando el paisaje, de lo mucho, o tal vez poco, que se estaba metiendo en la vida de su nuevo vecino, y de lo muy poco que estaba haciendo por cumplir con su deber. Se despidió del sol y atravesó la pequeña puerta de color rojo que daba al interior del faro para encontrarse en una pequeña estancia en donde inmediatamente ubicó la palanca, del mismo color de la puerta, ubicada entre varios botones de color negro, la cual al ser empujada hacia arriba dio vida a aquella luz que hacía posible a los navegantes nocturnos no terminar en el fondo del océano. Regresó al balcón para asegurarse de su correcto funcionamiento y segundos más tarde volvió al interior, tomó el micrófono del radio teléfono y manipuló el botón que le permitía comunicarse con el resto del planeta.
–Aquí Amphitrite Point, habla Aileen.
–Aquí el teniente Williams, ya lo veo Aileen –escuchó una voz masculina y agradable.
–Una noche más, un día menos –dijo ella mientras retiraba su liso cabello del contorno de su mejilla.
–Eso creo…, pero cuándo será la noche en que me aceptes una salida… –nuevamente el oficial, quien también se creía griego por tener una tía viviendo en Santorini, trataba de convencerla de sus cualidades para, eventualmente, llegar a ser un excelente marido.
–Sabes que mis ocupaciones no me permiten tener esa dicha.
–Hablas como si fueras el alcalde de este pueblo en un primero de julio.
–Creo que tengo más ocupaciones que el alcalde de cualquier pueblo o ciudad, eso sin importar la fecha… o la hora.
–Algún día te darás cuenta de lo que te pierdes.
–Espero estar por aquí ese día, cuídate, Harry –y sin esperar respuesta por parte de su interlocutor, puso el micrófono sobre la mesa y empezó a descender los cincuenta y dos escalones que la separaban de la superficie del planeta.