—Cristina, basta.
—¡No, no callo! ¡Tú y ella son unos sinvergüenzas!
—¡Silencio! —El grito retumbó en la sala y, con él, la bofetada. La mano de Enzo se estrelló en la mejilla de su hija.
El chasquido quedó suspendido en el aire; el vestidor se volvió un sepulcro.
—¿Pa… papá? —Cristina, con los ojos inyectados, respiraba agitada—. ¿Me pegaste? ¿Me pegaste por una amante?
Se apretó la cara y salió corriendo, llena de rabia y lágrimas.
—¡Cristina! —Enzo se crispó, luego volvió la vista a Luciana—. Luciana, lo siento. Lo de hoy es culpa de mi hija; te pido perdón en su nombre.
Dicho esto, salió tras ella.
Luciana y Alejandro se quedaron callados, perplejos.
—¿Te duele? —preguntó él al fin, rozándole la mejilla con cuidado—. Está un poco roja; necesitas hielo.
—No es para tanto —respondió ella, restándole importancia.
—Se ve la marca. —Él negó con la cabeza—. Si el abuelo la nota en Casa Guzmán, preguntará. ¿Y qué vas a decir?
Tenía razón; no le convenía dar explicaciones sobre algo que ni