Luciana bufó en silencio.
—Ni una queja más —la atajó—. O te cargo hasta la calle.
Suspiró:
—Está bien. —Prefería mil veces caminar abrazada a él que protagonizar un espectáculo a plena luz del día y aparecer en los titulares de chismes otra vez.
Por suerte, el hospital estaba en pleno centro y la zona rebosaba de restaurantes.
Alejandro eligió una fonda mexicana de buen aspecto: sabía que Luciana disfrutaba el arroz blanco bien hecho.
Cuando llegaron los platillos, primero le sirvió una taza de caldo de pollo con verduras.
—Tómate la sopa; con tantas horas en ayunas seguro traes el estómago en llamas. Empecemos ligero.
—Ajá —respondió ella, cabizbaja, y sorbió con calma.
—Prueba estas costillitas agridulces —añadió él, colocándole un par en el plato—. El mesero juró que son la especialidad de la casa; veamos si no exagera.
—Está bien.
Luciana aceptó sin protestar y comió en silencio.
Al otro lado de la mesa, Alejandro dejó escapar un suspiro casi imperceptible: verla ingerir algo sóli