A ella se le encogió el corazón. Ya está. Forzó una media sonrisa:
—Luisa me lo pidió con mucha insistencia y…
—¿No te quedó claro que detesto ciertas mentiras? —alzaba la voz en un tono peligroso.
La sonrisa se desvaneció.
—Tienes razón. Me equivoqué.
Pero a Alejandro aquella disculpa le sonó vacía.
—Te amparas en que yo… —te quiero, lo pensó, no lo dijo—. ¿Crees que es divertido? ¿De verdad no tienes corazón?
—Nada de divertido. —Luciana alzó el mentón, resignada—. Ya te advertí que, si seguía contigo, solo te causaría problemas. Si no te gusta, eres libre de…
—¡Cállate! —el gruñido la interrumpió—. Ni lo sueñes.
Le rodeó la cintura y la dejó caer en la cama, cubriéndola con su cuerpo. Sus besos ardían: hombros, cuello, mejillas…
—Ni siquiera te has bañado —protestó ella entre dientes.
—Lo haré después.
Y la besó en los labios. Con una mano abrió bruscamente el cajón, sacó la cajita plateada, la mordió para rasgar el envoltorio…
Luciana apretó los párpados. Quiso volver a abrirlos, p