—¡Sí, me encanta! —exclamó la pequeña.
Luciana quedó boquiabierta. “Así que no era broma— ¡le está montando un parque entero por haber venido a visitarlo!”
Con un gentío a su alrededor, fueron hacia el jardín trasero. En el césped ya estaban instalados un columpio, un tobogán, un arenero e, incluso, un carrusel mecánico. Felipe, mirando a su alrededor, repetía:
—Es lo mejor que pudimos hacer con tan poco tiempo.
—Ajá —asintió Miguel—. Encárgate de que terminen el resto, a ver si a Alba le hace falta algo más.
—Descuide, señor.
Miguel observó a la niña, que se retorcía de emoción en sus brazos, deseosa de saltar a jugar:
—Alba, ¿por cuál quieres empezar?
—¡Ese! —señaló el carrusel con una sonrisota de oreja a oreja.
—Perfecto —dijo el anciano. Sin tener las fuerzas para subirla, ordenó—:
—Felipe, cárgala y ponla en el caballito. Y ten cuidado de que no se lastime.
—Sí, señor —respondió Felipe, acomodando a la niña en uno de los caballos y encendiendo el dispositivo. El tiovivo empezó a