—¡Cuidado! —exclamó Alejandro al sostenerla con fuerza. Su ceño se frunció al notar la fragilidad de sus piernas, y acto seguido la cargó en brazos—. Ya no vas a seguir arrodillada, no lo permitiré.
Miró de reojo a Fernando para despedirlo:
—Buen viaje de vuelta, señor Domínguez. Disculpe que no lo acompañe a la salida.
Sin más, se dirigió al cuarto de descanso llevando a Luciana. Allí la acomodó en un sofá, extendió sus piernas sobre las suyas y subió la tela de su pantalón para ver el estado de sus rodillas. Estaban enrojecidas, casi hinchadas.
—Sé que quieres honrar a tu padre, pero también debes cuidar tu salud. Tus piernas ya están algo inflamadas, no deberías forzarte tanto. Yo me encargo de mantener la vigilia.
Luciana lo miró en silencio y esbozó una pequeña sonrisa.
—Tú también estás cansado, ¿no? Ha sido un día duro…
—No me importa —respondió él, negando con la cabeza sin titubear mientras masajeaba con cuidado las rodillas de Luciana.
Fue entonces que a ella le vino a la men