Aquel enojo de Ricardo podía estar vinculado a una infidelidad o algo peor.
—¡Clara! ¡Clara! —gritó Ricardo, con la voz retumbando en el pasillo.
—¿Por qué tanta gritadera? —respondió de pronto una voz masculina.
Luciana se volteó y vio que, del consultorio cercano, salía precisamente Clara, sostenida por aquel hombre de mediana edad al que ella ya había visto más de una vez.
—¡Clara! —Ricardo apretó los puños, clavándoles la mirada, con el rostro descompuesto.
—Ri… ¿Ricardo? —balbuceó Clara, que sintió las piernas temblar. De no ser porque el hombre la sostenía, habría caído al suelo.
Su piel adquirió un tono lívido, y se acercó con timidez, intentando sujetar la mano de su esposo:
—Por favor, déjame… déjame explicarte…
—¿Explicar? —respondió Ricardo con furia—. ¿Qué demonios haces en este sitio? ¿Qué enfermedad inmoral te has contraído?
Al ver la libreta de control en la mano de Clara, se la arrebató antes de que ella pudiera protegerla.
—¡Ricardo!
Era demasiado tarde. Él ya lo había