—Eso sí, evita que se mojen —añadió—. Y, sobre todo, cuida la herida de la cara para que no te quede marca.
Aunque no dependiera de su físico para vivir, Luciana pensaba que sería una lástima que una cara tan atractiva quedara marcada. Guardó el botiquín y, mientras volvía, escuchó que Alejandro se reía por lo bajo.
—Tanto que hablas y en el fondo eres bien amable… —murmuró él—. Eres una mentirosa, siempre diciéndome que no te importo.
Preparó el desayuno. Al volver, invitó a Luciana con un gesto.
—Venga, siéntate. Come un poco. ¿Sabes? Hoy podré salir temprano; si quieres, en la noche te invito a cenar. Así no estarás todo el día encerrada.
Luciana probó un sorbo de la papilla de arroz y lo miró con serenidad.
—Alejandro…
—¿Sí?
—¿Mónica sabe que vienes aquí todos los días?
Como era de esperarse, la expresión del hombre cambió al instante. Ella suspiró por dentro, consciente de que no quería sacar ese tema, pero se sentía forzada a hacerlo; la situación se había vuelto insoportable.
—T