Sin embargo, en ese instante Alejandro se adelantó, extendió su brazo y la empujó de nuevo con un golpe sordo:
«¡Pum!»
El pálido reflejo de la luz se filtró por la rendija mientras la puerta se cerraba de golpe otra vez. Alejandro, pegado a su espalda, cubrió su espacio con un tono grave:
—De acuerdo, iré a ver al médico. Pero vas conmigo.
—¿Eh? —Luciana giró un poco la cabeza—. ¿Por qué debería acompañarte yo?
—Luciana… —Alejandro frunció el ceño con una mezcla de furia y frustración—. ¡Eres mi esposa! ¡Debes acompañarme!
—¿Tu esposa? Sí, lo soy —admitió ella con una risa corta y sin emoción—, pero… esa herida en tu brazo, ¿no fue por salvar a otra? ¿Por qué tendría que ocuparme de ti si la protegías a ella?
—¡Luciana…!
—Ah, cierto —soltó ella con un dejo de ironía—. Mónica ahora no puede cuidarte, pero tú tienes dinero de sobra, ¿no? Contrata a una enfermera, o a dos…
—¡Luciana! —cortó Alejandro, perdiendo la calma. Su voz sonó tensa, llena de enfado—. ¿Tienes idea de lo injusta que