—Vaya, vaya… —murmuró, sacudiendo la cabeza con una sonrisa irónica y haciéndole señas a Sergio—. Abre las ventanas, por favor. Este lugar huele a cenicero.
Al echar un vistazo a la mesita, vio el cenicero desbordante de colillas. Claramente, Alejandro había estado fumando sin parar.
Miró a su amigo, expresando toda su desaprobación.
—¿Qué pasa contigo? ¿Ya no te importa tu salud? La señora solo está temporalmente fuera de contacto, y tú pareces actuar como si fuera el fin del mundo.
Alejandro no respondió; lanzó una bocanada de humo, recostándose en la silla con un aire derrotado. Salvador no solía verlo así.
Entendiendo que la situación era grave, Salvador adoptó un tono más serio y se sentó a su lado.
—¿Qué le hiciste, Alejandro? Sergio mencionó que ella estaba enferma cuando desapareció.
Alejandro cerró los ojos un instante y aspiró el cigarro con fuerza, sintiéndose consumido por la culpa.
—Soy un imbécil, Salvador.
Sorprendido, Salvador lo miró con las cejas levantadas.
—¿Qué, ac