De regreso, Salvador dejó los peces junto al fogón, se arremangó y miró a Martina:
—¿Cómo te los quieres comer? ¿A la parrilla o en caldo?
—Eh… —Martina siguió un poco en las nubes—. Como sea.
—Entonces yo decido —sonrió—. Voy viendo.
—Te ayudo.
No pensaba quedarse mirando y solo llegar a la hora de comer. También se arremangó.
—Perfecto —le respondió él con una mirada breve.
Se repartieron el trabajo: a los de la parrilla les pusieron condimentos y dejaron la olla del caldo montada. De paso echaron unas verduras a la brasa.
—¡Guau! —cuando Luciana llegó con los suyos, la pérgola ya olía a gloria.
Alba se lanzó risueña a los brazos de Martina.
—¡Tía Marti, qué rico huele!
Martina le pellizcó la naricita:
—Ve a lavarte las manos. En nada comemos algo bien rico.
—¡Sí!
La niña obedeció, y no se olvidó de Salvador:
—Tío, gracias por el trabajo. ¡Alba va a comer muchísimo!
—Muy bien —asintió él, divertido.
En un momento todos estuvieron con las manos limpias y se sentaron alrededor del fogó