Salvador se había quedado en la sombra, a cierta distancia del portón. Martina salió con una bolsa de basura en la mano.
Después de cenar, su papá le había pelado unas manzanas para hacerle una compota tibia con canela; su mamá, por su parte, le tejía un suéter con ese patrón isleño que a Martina le encantaba. A ella le había tocado el “gran encargo” de bajar la basura.
—¿Será mucho para ella, aunque sea aquí cerquita? —aún había dudado Laura.
—No pasa nada —la tranquilizó Carlos—. Es aquí, en la puerta. Que le dé tantito el aire.
En la banqueta, Martina se acercó al contenedor. Salvador la veía mejor que nunca.
Llevaba el cabello largo dividido en dos trenzas sencillas. Era joven, siempre con ese aire de estudiante; y así, con trenzas, parecía una universitaria de veinte.
—Martina… —le ardió el pecho.
Alzó la mano como si pudiera acariciarla a la distancia: el pelo, la tela del abrigo, el brillo de las pestañas.
Ella no supo nada de eso. Tiró la bolsa y emprendió de regreso, sin prisa