—No hay prisa —Luciana dio dos pasitos y la tomó del brazo—. No tenemos nada más.
Las dos, del brazo, salieron del Registro Civil.
En la puerta, Vicente Mayo les hacía señas con los brazos.
—¡Marti, Luci, acá!
—¡Ya vamos!
Vicente no estaba con las manos vacías: en una llevaba una nube de algodón de azúcar; en la otra, una manzana acaramelada.
—¡Guau! —Martina dio un saltito, sonriendo—. ¿Dónde conseguiste eso?
—Ahí —Vicente señaló el callejón junto al Registro—. Me quedé sentado en el auto y pensé: “Si ya estoy aquí…” En ese pasaje hay dos edificios viejos, venden de todo.
Le mostró ambas manos.
—Algodón de azúcar y manzana acaramelada: para cada una, uno de cada.
—¡Hecho!
—Y hay más.
Se liberó una mano, bajó el cierre de su chamarra y sacó un paquetito de papel.
—Camote asado. Dos. Una para cada una.
Así era él: si traía algo para Martina, traía lo mismo para Luciana. Con los años, ni él mismo notó que, para su corazón, “las dos” no pesaban igual.
—¡Ja, ja! —Martina le dio unas palmad