—Ajá.
Salvador asintió con cansancio y, antes de que Martina llegara al vestidor, se inclinó sobre ella para apoyarse un segundo.
—Picoteé algo en la reunión.
Martina le olió el aliento: traía alcohol.
—¿Pero comiste en serio? En la cocina hay caldito, ¿te sirvo?
En esas mesas de tragos nadie come bien.
—Va, me tomo un tazón.
—Entonces lo caliento —lo empujó con suavidad—. ¿Bajas en cuanto te cambies o te quieres bañar?
—Solo me cambio y bajo.
—Bien.
***
Cuando Salvador regresó, Martina le puso el caldo humeante enfrente. Con el primer sorbo, él sintió que hasta los huesos se le aflojaban.
—Gracias, amor.
Martina soltó una risita, sin darse crédito:
—¿Gracias por qué? Ni lo hice yo, solo lo calenté.
—Igual cuenta —Salvador le apretó la mano—. Si no te hubieras casado conmigo, no tendrías por qué estar haciendo estas cosas en casa.
—Ay, ¿tanto así? —lo miró divertida—. Como si yo no hiciera nada si viviera con mis papás. Ya soy adulta; también me toca aportar. De hecho, desde que me cas