Pero él… nada.
—No sé cómo esté —Luciana frunció el ceño—. ¿Le saldrá bien?
Si salió ayer, a estas horas ya debe estar en Toronto. Pensó en las otras veces en que Alejandro había pasado por trances parecidos: casi siempre, obra de esa familia. ¿Volverían con otro golpe sucio?
—Salva dijo que Sergio se quedó, y que Alejandro viajó con Juan Muriel y Simón Muriel.
—Menos mal que no va solo —Luciana soltó un poco el aire.
Aun así, desde que Alejandro se fue, no podía aquietar el corazón.
En el cuarto rezo por don Miguel, Luciana volvió al Camposanto La Paz Eterna. La capilla seguía levantada. De cara al retrato, encendió una veladora. Se arrodilló, juntó las manos.
—Abuelo, Ale fue por usted. Cuídelo desde el cielo y tráiganse los dos de vuelta, sanos y salvos.
Sin embargo, algo pasó.
La noticia se la trajo Martina.
Aquella tarde, en Ciudad Muonio, caía una llovizna de otoño. Martina y Luci compartían café con pan, robándole un respiro al día. Pronto, Luciana notó a Martina rara, con ese g