—…Está bien.
Alejandro podía no comer, pero no iba a dejar sin comer a Luciana. Amy, calculando que ninguno tenía mucho apetito, preparó cosas suaves y fáciles de digerir, en porciones pequeñas.
Aun así, él sostenía el tenedor como si contara los granos de arroz del plato. Amy lo miraba con angustia y no sabía cómo ayudar.
—Este está rico —Luciana tomó con el tenedor unas tiritas de palmito encurtidas y se las acercó a la boca—. Ácidas, con un toquecito picoso.
Alejandro dudó un segundo y obedeció, abriendo la boca.
—¿Viste? —Luciana sonrió, sirvió una cucharada de arroz, puso encima un poquito de palmito y se la dio—. Así entra mejor.
—Prueba este caldito. Está bien sabroso.
Cucharada a cucharada, prácticamente lo fue alimentando. No llegó ni de lejos a la cantidad que él solía comer, pero no era momento para exigir: forzarlo podía sentarle mal.
—Ya —dijo él, negando con la cabeza—. No quiero más.
—Entonces hasta aquí. —Luciana le miró los ojos inyectados y la cara afilada por la noch