Vicente se quedó mirando la reja desde lejos. Tal vez era la lluvia, pero el frío le caló hasta los huesos.
Siempre creyó que su culpa con Martina pesaba más que cualquier tristeza. Pensó que la veía como a sus otros mejores amigos —Luciana y Fernando—, sin diferencia.
Hasta hace un momento.
Verla con Salvador; verlo a él, dueño de la escena, recibiéndolo y dándole las gracias como a un invitado… le abrió una grieta en el pecho. Un dolor raro, profundo, como si un temblor le hubiera desacomodado el corazón.
Cerró los ojos. Los recuerdos cayeron sobre su cabeza como piedras sueltas. “Resulta que también me duele”, pensó. “Resulta que lo que siento por Martina no es lo mismo que por Fernando.”
Si no fuera así, con su perdón bastaría para estar en paz. No para sentirse como ahora.
Se reclinó contra el asiento, apretó los párpados y murmuró, apenas audible:
—Tarde. Demasiado tarde.
***
Arriba.
Apenas Vicente salió, Martina volvió a desplomarse sobre la cama.
—Marti. —Salvador, conteniéndos