—¿Hablas en serio? —Salvador la miró con sospecha—. ¿No te molesta?
—De veras —Martina siguió sonriendo, tranquila—. Si vas a ir, ve ya. Aquí casi no pasan taxis y está lloviendo a mares. A estas horas, y siendo mujer, no es seguro que se quede sola.
Su tono era parejo; cada palabra, razonable.
Salvador le creyó. Le tendió la mano.
—Entonces párate.
—¿Yo? —Martina se extrañó—. ¿Para qué? El que la va a llevar eres tú, no yo.
—¿Martina? —él no entendió—. Vamos juntos, claro.
—Yo no voy —ella señaló la mesa—. No he terminado. Todo está riquísimo, sería un crimen dejarlo.
—Martina…
—Anda —cortó, con un punto de impaciencia—. Si no vas ahora, la vas a hacer esperar.
—Y tú…
Salvador frunció el ceño, calculó un segundo.
—La llevo y vuelvo por ti. ¿Así?
Martina curvó los labios.
—Perfecto. Ve.
Él la sostuvo con la mirada un instante… y se fue.
Apenas la puerta se cerró, la sonrisa de Martina se deshizo. Se quedó quieta un rato, respiró hondo y se encaminó al baño.
Al salir, dudó un segundo en