La cena estaba pedida desde antes: todo al gusto de Martina. Comió con tan buen diente que hasta Salvador se contagió y pidió más de lo usual.
—¿Postre? —preguntó él cuando ya iban de salida.
—Ajá. Un helado chico, nada más.
—Hecho —Salvador llamó al mesero.
Cuando el mesero entró con el postre, se oyó al otro lado del reservado un revuelo: voces, un sollozo que subía de tono.
Luego, claro y filoso:
—¡Renato! ¡No te vayas!
Ese timbre…
Martina lo miró de golpe. Él ya estaba tenso, ceño clavado, los puños apretándose solos.
Martina hundió la cucharita en el helado.
—¿No vas a ver?
—¿Ver qué? —se hizo el desentendido.
—A tu ex —dijo ella, sin rodeos—. Parece que está llorando. Me suena a que algo le pasó.
—Ajá —asintió, inmóvil—. Dijo “Renato”. Es su esposo.
—¿Pelea de pareja? —insistió Martina—. ¿No vas?
—Justamente —tiró de una comisura, seco—. Pleitos de pareja. ¿Quién no se pelea? Eso no lo arregla un tercero.
—Oh…
No acababa la frase cuando Estella cruzó la puerta del reservado.
—¿Es