Por tratarse de algo privado de Estella, Salvador no delegó en Manuel: fue él mismo, lo arregló todo y dio por zanjado el asunto.
Cuando volvió a Residencial Jacarandá, habían pasado dos horas.
Julia abrió la puerta.
—Señor Morán, ¿ya regresó? ¿Comió algo afuera?
Salvador no contestó eso.
—¿Dónde está Martina?
—Ya cenó —respondió Julia—. Y ya es algo tarde.
Eran más de las siete, pasada la hora de la cena. Salvador frunció apenas el ceño.
—¿Le sirvo ahora?
—En un rato —dijo, subiendo las escaleras—. Voy a verla.
Entró a la recámara principal. La luz grande estaba encendida, pero Martina no se veía. La puerta del baño estaba cerrada. Se acercó.
—¿Martina? ¿Estás ahí?
Probó el picaporte: estaba asegurada por dentro.
—¿Te estás bañando? —insistió.
Nada. Justo cuando iba por la llave de repuesto, la puerta se abrió. Martina salió con bata, el cabello en una toalla turbante.
Lo vio y pegó un brinco.
—¡Ay! ¿Desde cuándo eres tan silencioso?
—¿Yo? —sonrió—. Te llamé dos veces.
Le quitó con su