Lo que había que decir, ya estaba dicho.
Luciana se dio media vuelta y encaminó sus pasos hacia el interior de la villa.
—¡Luci! —Enzo, desesperado, le sujetó el brazo.
Ella frunció el ceño y lo miró, fría—. ¿Algo más?
—Yo… —balbuceó él, visiblemente desgarrado—. Perdóname. Te he fallado.
Luciana soltó una risa gélida.
—¿Así que lo reconoces?
Enzo guardó silencio; el mutismo bastaba como confesión.
—¡Es absurdo! —los ojos de ella se empañaron de furia—. Entraste en mi vida sin avisar y por tu culpa mi padre terminó muerto.
Todavía, cada vez que recordaba a Ricardo Herrera empujándola para salvarla y desplomándose con la cabeza ensangrentada, el dolor la desgarraba.
—Lo siento, Luciana. —Enzo repitió la misma frase, una y otra vez, como único salvavidas.
—De nada sirve. —Inspiró hondo y obligó a las lágrimas a retroceder—. Papá ya no está; cualquier disculpa llega tarde.
Sabía que no debía, pero no pudo callarse:
—Dígame, señor Hernández, ¿ama tanto a su amante?
Él se quedó petrificado