—¡Mamá!
Luciana despertó con el llamado de Alba, acurrucada contra su pecho; los grandes ojos de la niña relucían, algo mohínos.
—Tengo mucha hambrita…
Luciana parpadeó, besó a su hija:
—Perdón, dormí demasiado.
Miró a su costado: el asiento estaba vacío.
—¿Y tu tío?
Alba tampoco sabía; acababa de abrir los ojos y el tío ya no estaba, solo quedaban ella y mamá.
—Aquí estoy.
Alejandro aparecía junto a la puerta del compartimiento, sonriendo. El cabello desordenado por la siesta le daba un aire juvenil.
—¡Tíooo!
Él alzó a Alba en brazos y explicó:
—Fui a avisar qué vamos a comer. Elena está preparando lo de Alba.
Se inclinó hacia la niña:
—¿Tienes hambre? Ya casi está listo.
Luego miró a Luciana:
—Y para la bebé grande también, solo un instante.
A Luciana se le subió el color. A su edad y todavía la llamaba “bebé”… Él tan campante, ella sin saber dónde esconderse.
—Alba, ven —dijo, extendiendo los brazos—. Vamos a lavarnos las manos.
—¡Bueno!
—La cargo yo —intervino Alejandro—. Alba pesa