La señora se quedó rígida al oírla.
—Ya… veo.
Se apartó un mechón de cabello, incómoda.
—Gracias. Yo… me marcho.
Dicho esto, se apresuró a caminar.
—Eh… —Luciana quiso preguntar si las piernas seguían entumidas; a juzgar por su paso inseguro, aún lo estaban. ¿Por qué tanta prisa? ¿Habría dicho algo indebido? No lo creía.
***
A la entrada principal.
Enzo bajó del automóvil y se acercó a la dama de bolso Hermès, intentando tomarle la mano.
Ella se apartó, rehusando el contacto.
Enzo frunció el ceño; tras un silencio resignado, preguntó:
—¿Cuándo llegaste? ¿Has comido algo?
La mujer no respondió.
—Vamos.
Esta vez no aceptó negativas: le sujetó la muñeca y la condujo hacia el coche.
—¡Enzo! —Ella forcejeó—. ¡Suéltame! ¡No quiero ir contigo!
—¿No quieres venir?
Él se detuvo sin soltarla y suspiró, entre frustrado y preocupado:
—Escúchame; no has probado bocado en todo el día. ¿Quieres enfermarte?
Ella siguió callada; las gafas oscuras ocultaban cualquier gesto.
—Ay… —Enzo conocía bien su pu