—¡No! —negó ella con la cabeza—. Me importa de verdad; no quiero que te hagas daño.
—¿Sí? —esbozó una ligera sonrisa—. Entonces dime por qué no quieres que me lastime.
Luciana quedó sin palabras.
Él no cedía; cada pregunta avanzaba un paso:
—¿Es porque… me quieres? ¿Mmm?
Ella, entre nerviosa y furiosa, no respondió.
—Quiero oírlo: di que te duele si yo sufro.
Se inclinó y la besó.
Luciana tembló, pero en ese instante Alejandro se paralizó; su gesto se contrajo y llevó la mano al pecho.
—¿Qué te pasa?
El presentimiento le heló la sangre.
—Nada —respondió él con una mueca—. No te preocupes.
—¡Claro que me preocupa!
Le palpó el vendaje y palideció: la herida recién cerrada se había abierto y la sangre manaba.
—Te dije que no lo hicieras —lo fulminó—. ¡¿Cuántos años tienes?! ¿Tres como Alba? ¡No, treinta!
—No es grave —murmuró él, obstinado—. No me voy a morir.
—Si no vas a decir algo útil, ¡mejor cierra la boca!
—Ja. —Soltó una risita—. ¿Por qué te enfadas? Se abre o sangra, igual no te d